sábado, 29 de agosto de 2015

Confesiones de un caminante urbano

La duda somete cualquier esbozo de cordura mientras camino hacia la avenida. 
La firmeza de mis pasos desaparece. Quiero dar marcha atrás. No es posible. El ruido de la ciudad parece tan lejano. 
Al verme reflejado en los cristales de los coches que desfilan frente a mi a gran velocidad, no dejo de preguntarme si me puse desodorante antes de salir de casa.

miércoles, 12 de agosto de 2015

¡Adiós conejo!

Desde tempranas horas siento una suave punzada por encima de la oreja. Reconozco estas punzadas como vanguardia de un molesto dolor de cabeza. Trato de no hacer movimientos bruscos y de no levantar la voz durante el resto de la jornada. Es sábado y planeo una tarde de descanso en casa. 
No hay muchas personas en la fila del banco. Cobro el cheque y llego a la obra minutos antes de la una de la tarde. Creo que hasta los albañiles se han sorprendido de verme llegar tan temprano. 
Una fuerte tormenta azotó la ciudad durante la madrugada. Hoy, el cielo ameneció despejado y parece que ninguna nube se atreve a interrumpir las caricias del sol del medio día. 
Me estaciono y desciendo del coche. Permanezco de pie al centro del camellón. A pesar que la sombra de un gran árbol me refresca un poco, aún puedo sentir cómo el sudor empapa mi espalda y escurre por mis brazos. 

Hace algunas semanas Fernando dejó el trabajo. Decidió escuchar las recomendaciones de su médico y me dio las gracias por la oportunidad. Desde entonces me ha resultado complicado encontrar un velador de confianza. 
¡Ah como extraño al viejo Albino! Creo que incluso en estos momentos me conformaría con el distraido Román. Bueno, no. Realmente dejaba mucho que desear. Recuerdo que en más de una ocasión tuve que entrar a la bodega y arrancarle la cobija de los brazos para que se despertara. 
Uno a uno los albañiles se despiden después de haber recibido su paga. 

El nuevo velador no me inspira confianza. Parece un hombre fuerte. Intuyo que frente a la primera oferta de trabajo abandonará su puesto. Ayer me pidió permiso para ausentarse el fin de semana. Dice que visitará a su madre en Aquiles Serdán, pero alega que no hay de qué preocuparse porque su yerno suplirá su breve ausencia. Sin voltear a verme se despide con un ademán: "Ahí nos vemos el lunes arqui". 
El supuesto yerno es un muchacho que parece recién llegado a los veinticinco años. No sé cual de los dos me inspira menos confianza. 
Tal vez es su mirada la que me hace desconfiar. Sus ojos se ven inquietos y danzan de un lado a otro mientras intento entablar una conversación. Pero lo que termina por acentuar mi creciente desconfianza es el parentesco que ahora se desvela ante mí. 
Resulta que el ingrato se presenta no como yerno, sino como hijo de la hermana de aquel que se pierde en la distancia. 
Un rubor satura mi cara y siento cómo mi mandíbula se contrae. La frescura de la sombra bajo la que antes me resguardaba desaparece para mí. Con el rostro caliente siento cómo la punzada de un costado de mi cabeza se vuelve más intensa al grado que puedo percibir cómo se sacude, en un pequeño y constante brinco, el lápiz que sostengo en una de mis orejas. 
Permanecemos en silencio. Con la mirada oculta bajo el oscuro cristal de las gafas busco una respuesta en la fachada aún sin enjarrar y en el escombro que los ayudantes tenían que haber apilado en un rincón antes de concluir la semana. Le pregunto por la comida del domingo y por sus triques para pasar la noche. Responde que no trae nada consigo, pero que si le doy permiso se lanza por ellas y regresa en un par de horas.
La punzada crece y me impide articular palabra alguna. Niego con la cabeza y busco consuelo entre las ramas de aquel árbol cuya sombra ha dejado de importarme.
Estoy por despedirme y darle una oportunidad al desconocido cuando un grito agudo me congela.

Un pequeño de unos cuatro años llega caminando a paso lento y con un conejo entre sus brazos. El conejo se retuerce. Parece determinado a liberarse de la ternura que le ofrecen aquellos bracitos asfixiantes. El pequeño llega hasta un montículo de arena. Se trepa. Desde arriba lanza al conejo que al caer provoca una pequeña avalancha de arena que lo revuelca hasta el suelo.
Cuando siento que mis ojos están abiertos en su máxima expresión se abren otro tanto al escuchar a aquel hombre pedirle al pequeño, sin emoción alguna, que recoja al conejo y lo alimente. Me pregunto si de verdad es todo lo que tiene que decir al respecto. 
Me explica que es su hijo y que los fines de semana le toca cuidarlo. 
Camino calle abajo. Me siento en la banqueta y tomo el teléfono móvil para llamar a algunos de los trabajadores. La mayoría no contesta, creo que han aprendido a reconocer que mis esporádicas llamadas de los sábados por la tarde nunca traen buenas noticias. Los otros se muestran indispuestos para velar el fin de semana. Los entiendo. Yo lo haría lo mismo.
Vuelvo sobre mis pasos y me sorprendo de encontrar la calle vacía. Camino por el camellón y veo, en la futura sala de la señora Delgado, a un pequeño correr tras una pelota que rebota en los muros que hace unos días retocó Juan, el pintor. El padre está ahí, sentado en la escalera, contemplando la escena. Me pregunto dónde habrán dejado al desgraciado conejo. 
Desde el camellón le pido al aspirante de velador que se acerque. Le explico que el lugar puede resultar peligroso para el pequeño por lo que he conseguido a alguien para el puesto. Miento. Tal vez se da cuenta. La verdad no me interesa. 
El hombre lanza un chiflido y el pequeño se acerca. Le exige que traiga al conejo porque ya se van. El pequeño hace pucheros. El padre le apresura. 

Los tres se retiran con rumbo a la avenida mientras una nubecilla aparece en el cielo y deja caer algunas gotas de lluvia, pero el dolor de cabeza y el calor permanecen. 

¡Adiós conejo! Lamento la situación.