Por Jorge de Jesús
Benítez Correa.
Entro a la
cafetería con vista al malecón como todos los sábados. Ordeno un descafeinado y
mirando el atardecer doy por concluida mi semana laboral. Cuando el mesero trae
la bebida, la acompaña con un colorido folleto claramente dirigido a los turistas
de la zona.
-Me encabrona esta publicidad- pienso. Antes de alejar el
folleto, reconozco el paisaje en una de las fotografías. Con asombro descubro
que es el pueblo donde nací. Abro el folleto y siento que mi corazón se detiene.
El aire se congela como una pesada piedra dentro mis pulmones y a manera de un
grito que se ahoga en mis pensamientos me pregunto:
-¿Pero qué chingados? ¿El cementerio se ha
convertido en un atractivo turístico?
Trato de asimilar la información que me
acaba de caer como una cubetada de agua fría. Doy un sorbo al café y me pierdo
en el horizonte del mar que comienza a devorar el sol.
Aún puedo
sentir el cálido abrazo del verano, con el que hace cerca de treinta años, me
despidió aquél, mi viejo pueblo que se perdiera en la memoria de los turistas
con la apertura de la nueva autopista. Recuerdo que fue la florería de doña
Jacoba la primera en cerrar, a los pocos días, don Miguel cerró su tlapalería. De ahí en adelante, muchos comercios no volvieron a abrir sus puertas, más
que para permitir el paso del aire fresco hacia el interior de la casa situada
en la parte de atrás. Algunas
familias intentaron volver al trabajo del campo, pero la sangre joven que por
su propio pié abandonó el pueblo con la mirada puesta en el puerto, dejó a los
viejos con su incapacidad de retomar una actividad que había quedado en el
recuerdo de viejas generaciones.
La última
vez que visité el pueblo fue hace veintitrés años. Mi padre se había marchado
para acompañar en su eterno descanso a mi madre. No sé cuando comenzó la
tradición, aunque he intentado descifrarlo en varias ocasiones contando los
árboles sobre el llano que se oculta detrás del monte. Reconozco que en todas,
he desertado cuando la suma rebasaba considerablemente los tres dígitos. No
existen lápidas en el pueblo. A través de las generaciones, la tradición se ha
mantenido. Sepultamos nuestros muertos y les sembramos un árbol.
-Es para
honrar nuestro linaje y reconocer a quienes han estado antes que nosotros-
decía siempre con serenidad mi padre.
Perdido dentro de
la masa de árboles, hay un claro desde donde se realiza la ceremonia para
despedir a quien ha partido de este mundo. Desde ahí, comienza el recorrido con
la caja de madera que contiene el cuerpo. Se acostumbra que uno de los
familiares del difunto, cargue con el pequeño árbol hacia el exterior del
pequeño bosque, justo donde cuerpo y árbol, habrán de encontrarse y regocijarse
con la subjetividad del tiempo.
Hasta el
día de hoy, no había vuelto a saber nada de los árboles que custodian el
descanso de mi gente; mucho menos, de aquél pueblo que sólo recibía a alguna que otra familia de turistas extraviada y alejada del entronque de la autopista.
Al día siguiente,
me despierto antes de que suene el despertador. Las cuatro treinta y tres de la
mañana. No ha salido el sol. Me cuesta trabajo volver a dormir. Dando
vueltas en la cama, la inquietud por saber qué chingados está pasando en mi pueblo bombardea mis emociones. Salgo a la central de autobuses y tomo el
pasaje de las seis de la mañana. Tras un par de horas de camino he llegado al pueblo. Parece que todo ha
cambiado. Hay muchos colores y a pesar de la hora, los negocios de comida y las
tiendas están abiertas. Busco entre el caserío la mirada de algún conocido.
-No
puede ser...- exclamo con asombro. Es doña Jacoba sentada en una mecedora bajo
el pórtico de la florería. -Vieja bruja, sigue viva- pienso mientras sonrió. Me
acerco y me refugio en la frescura de su pórtico para ocultarme del sol.
-Pero vaya sorpresa- me dice con suavidad y continúa con tono irónico: -yo pensé que ya te habías muerto
niño-. Me ofrece asiento en una vieja banca de madera. ¡Qué alegría!, me ha
reconocido.
Pasé toda
la mañana escuchando la historia de un gringo que llegó extraviado al pueblo.
Según doña Jacoba, se veía que el viejo era buena persona y que venía dispuesto
a gastarse parte de su fortuna en su viaje al puerto. Dice que llegó por la
madrugada, y que don Miguel, en su regreso a casa de una de sus parrandas
callejeras, vio la oportunidad de ganarse algunos dólares y le ofreció
hospedaje. El gringo aceptó y a la mañana siguiente decidió salir a explorar el
lugar.
-Regresó al medio día con la boca abierta, haz de cuenta que hubiera
visto al santísimo- dijo doña Jacoba. Al tiempo que inmovilizaba su mecedora, el tono de su voz disminuyó como al contar un chisme con la intención de que nadie escuche:
-Resultó que el viejo cabrón era un
magnate, había hecho su fortuna organizando expediciones para esos gringos
retirados que quieren disfrutar de su pensión. El gringo se marchó, y para
sorpresa de todos, regresó al año siguiente con un chingo de extranjeros. Desde
ahí, no hemos dejado de recibir turistas de todos lados.
Levantando su mirada
hacia la calle, exclamó:
-Yo no sé si de donde ellos vienen no hay árboles o
qué chingados, pero por mí, que sigan viniendo a dejarnos sus dólares.
Su
rostro se congeló. Sus ojos, bien abiertos, me envolvieron para concluir con voz profunda:
-Es como si nuestros muertos nos devolvieran la vida al
invitarlos.
Me quedé inmóvil y sin saber que hacer. Con el ladrido de un perro, doña Jacoba dejó de mirarme y retomó el ritmo casi hipnótico de su mecedora.