Las tres
arpillas se recargan en uno de los muros de casa de mi abuela. Abro una de
ellas y tomo un limón con mis manos. Por su color, supongo que la cosecha fue
buena. Recuerdo que fue mi abuelo quien plantó esos árboles, y recuerdo aún con
más claridad que le gustaba regarlos cuando visitaba el rancho. Entre pequeños
pasos y constantes pausas se desplazaba de un árbol a otro. Caminaba en
cuclillas bajo la copa de los árboles, ya que éstos no eran muy altos; colocaba
la manguera en la tierra, justo al lado del tronco y dejaba que el agua
escurriera por algunos minutos. El viejo regresaba sobre sus pasos para salir
del manto de ramas espinosas que le envolvía y, una vez afuera, se erguía en su
postura natural.
En
ocasiones, un lamento se ahogaba en su garganta cuando sentía que una espina se
le enterraba en la espalda. Aún así, en la sombra que proyectaba el viejo
sombrero sobre su rostro, pude reconocer en más de una ocasión el gozo que se
escondía en su mirada por estar en ese lugar. Cierro mi puño alrededor del
limón y regreso a la realidad. Hace más de un año que mi viejo trascendió esta
vida, pero los limones continúan llegando a casa de mi abuela de las manos del
hermano menor de mi madre.
Dicen que
para que un hombre dejé su legado en este mundo, es necesario que lleve a cabo
algunas tareas; hay quien habla de escribir un libro, de tener un hijo y de
plantar un árbol. Mi abuelo no terminó la primaria, así que dudo que haya escrito
un libro; tuvo tres hijos y sinceramente ignoro cuantos árboles plantó.
No creo que
para conocer el legado de un hombre resulte conveniente remitirlo de manera
escueta a estos tres aspectos, ya que en la actualidad, conozco muchos hombres
que escriben mucho y dicen poco; existen otros que al ser padres de una
criatura se conforman, de manera consciente o no, con el reconocimiento
biológico y social y se desentienden de su crecimiento y de su formación, y no
me refiero a la educación que se adquiere en la escuela, sino aquella en la que
se comparten los valores y la preparación de los hijos para que éstos sean
capaces de emprender la aventura de su vida. Por otra parte, si plantar un
árbol se traduce en una acción que trasciende de manera significativa en la
comunidad y en el medio ambiente, reconozco que al menos durante la realización
del servicio militar, cualquier sujeto es capaz de plantar un plantar un árbol,
y a la vez, de nunca más volver a verlo ni de asegurarse de brindarle el
cuidado que requiere para su óptimo crecimiento.
Por el
momento dejaré de lado la cuestión que tiene que ver con la redacción del libro, pues estoy convencido
de que ésta no constituyó una de las prioridades de mi abuelo —aunque tal vez
sea parte de las mías, y en ese caso, espero no engrosar las filas de aquellos
que escriben mucho y dicen poco; y si por el momento lo hago, me disculpo con
quien se ha tomado la molestia de leer estas líneas—. Vuelvo entonces a la
cuestión de tener un hijo y de plantar un árbol, pues me parece que es la que
pone de manifiesto un fragmento del legado de mi abuelo en este mundo.
Tal vez la
consideración aislada de estos dos aspectos no constituya un legado que
trasciende hacia futuras generaciones o que garantice el bienestar de la humanidad.
No obstante, reconozco por el momento una pequeña parte del legado de mi abuelo,
no sólo por haber sido padre y por la plantación de un árbol, sino por la
formación de un hombre que ante la ausencia de quien lo plantó, le ha brindado
a éste el cuidado que le permite poner su fruto en la puerta de la mujer de
quien, una tarde de verano, decidió plantar aquel árbol que hasta la fecha
conserva su esencia, y, que cada día, revive los pasos de mi viejo por este
mundo.
Fin
muy lindo, pero me quede pensando como puedo hablar con los arboles...
ResponderEliminarGracias Alicia. Bueno, jeje, ese es otro tema que espero algún día abordar en algunas líneas. Saludos. Gracias por tu visita.
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